A mí, 365 días en el futuro

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Primero de enero de 2022… ah, 2023…

La inspiración se ha ido. Quisiera decir que estuvo aquí todo el tiempo, o que me abandonó en algún punto de la escritura de este texto, pero no, desapareció en la primera palabra. 

Mi muletilla favorita es explicarme ante todos, exponer mis razones y justificar lo que estoy haciendo o diciendo. Pero este año quiero cambiar. 

Quiero escribir sin estar inspirada. Aun cuando el resultado sea una bitácora diaria más que una remembranza, prefiero escribir que estar estancada. 

Los propósitos de año nuevo: ninguno, cero. Nunca he podido con eso de las metas a corto plazo. Es desesperante intentar planear el siguiente paso cuando ni si quiera sé hacia dónde voy. Pasé la mayor parte de mi vida calculando mis pasos, mis pisadas, evitando pisar la porquería y llegué a muchos lados, aunque ya olvidé la mayoría de ellos. Recuerdo el asfalto, recuerdo el gris del pavimento, las líneas chuecas y las grietas en el empedrado, los chicles y la popó de varios perros callejeros. Ah, qué tiempos aquellos.

Pero no fue el pavimento, sino las personas que estuvieron a mi lado las que me enseñaron muchas cosas. “Levanta la cabeza”, me decían mi padre y mi madre, “te vas a quedar chueca”. Pero perder de vista el piso me daba pánico. “¿Qué tal si me tropiezo?, ¿Qué tal si me raspo la rodilla? Seguramente dolerá, pero, realmente quiero ver el cielo”.

Aunque había escuchado que no es bueno estar en las nubes, anhelaba con todo mi corazón acostarme en el piso del patio de la escuela y mirar las nubes pasar. Ahí no me importaba si mi uniforme azul mascota se llenaba de tierra, simplemente quería ver el azul del cielo. 

Ayer terminó el 2022, el año en el que cumplí 30, el año en el que mi papá finalmente se fue de la casa, el año en el que logré subir mis horas clase y no me quedé en pausa laboral, el año en el que finalmente sentí que mi cuerpo alcanzó mi edad mental. Heme aquí, 1º de enero de 2023, recordando a la niña que amaba ver las nubes acostada en el tibio patio de la escuela allá por 1998. 

Este año logré reingresar a la UNAM para estudiar una segunda carrera: Letras inglesas. ¡Puff!, bien dicen que si quieres escribir simplemente lo hagas y te saltes la parte burocrática de la escuela. Mi primera carrera, Biología, fue más un berrinche que una elección. “Les demostraré que es para lo que me alcanza”, se dijo la joven yo de 16 años. 

“¿Qué es lo que quieres hacer de verdad?”

Se lo ha preguntado una y otra vez Monkey D. Luffy a cada uno de los integrantes de su tripulación, en el anime One piece.  

“¡No me iré de aquí hasta que me digas qué es lo que realmente quieres! ¡Di que quieres vivir!”

Con estas frases cerré el año 2022, frases que se grabaron profundamente en mi mente. Pareciera que han pasado años desde que me lo pregunté: “¿Qué es lo que quieres hacer de verdad?”. 

Nadie me lo preguntó, todos dijeron que tenía que hacer cosas que no me gustaban porque así era la vida, una vida que solo funcionaba si cuidabas tus pasos, una vida que se disfrutaba sin ver y sin recordar. 

“¿Qué es lo que quieres hacer de verdad?”

Mas allá de propósitos que no voy a cumplir, más allá de promesas que no cumpliré, lo que quiero es vivir sin ganar nada a cambio, ni siquiera los buenos momentos, quiero escribir sin querer cumplir las expectativas o reglas gramaticalmente estrictas. 

“¿Qué es lo que quieres hacer de verdad?”

生ぎたいっ. Quiero vivir. 

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