Ironía de vida

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He hablado conmigo misma estos días y he llegado a la conclusión de que me agrada el sentimiento de desconocimiento; me gusta postergar, me gusta porque refuerza la idea de misterio sobre las cosas.

Pienso en aquello que pienso y que no hago; pienso en aquella palabra nueva que escuché, pero que no busqué, en aquel libro que me recomendaron y no leí o en aquel poema que nunca alcancé a recitar y quedó enterrado entre las líneas de mi suspiro mental.

Pienso en las descripciones que mi compañía me presenta, en lo que hacen y en lo que conocen. Pienso en mí y en lo que mi compañía me dice que haga y no logro hacer; en aquella imagen difusa de las cosas y en lo efímeras que pueden ser.

Pienso y pienso; pienso en cómo el misterio que tengo sobre las cosas me lleva a no contemplarlas, a no hacerlas y a dejarlas, a solo suspirar por ellas en la noche como si se tratase de un amor imposible.

Hago todo y por hacer todo, no hago nada. Quizás es la máxima ironía de la vida: pensar tanto en hacer las cosas y, al final, no hacerlas.

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