
Uno —ninguno— es uno y nada más.
De uno u otro modo, Dos en Él está.
Una vez más el infinito se oculta tras la unidad.
Uno y Dos se contradicen.
En esencia, tanto uno como otro son y no.
Dos y Tres quedan anonadados
cuando Uno logra congregarlos a todos
al disgregar la nada.
—¿Nada? ¿Acaso está? ¿Siquiera es? —cuestionó Uno a Tres.
—Allí la existencia está; y en el estar, la alteridad; y en la alteridad, la mismidad…
—¡No! ¡No digas: “nada”! ¡Ahí habita el mismísimo No! ¡Él vendrá! —interrumpió Dos.
Irrumpen pequeños dígitos.
¡Son los intermediarios continuos!
Uno está rodeado.
Todos, al unísono, comienzan a exigir
la libertad de uno de los dos.
No es su culpa.
Todos surcamos en los límites del error
que Aristóteles presumió.
¿Cuándo van a entender que las totalidades,
a expensas de la unidades, insondables son?
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