
Vivo en el pueblo de donde nada pasa, un pueblo gris, de aspecto desértico y atmósfera de añoranza porque las mejores cosas ya pasaron, si es que alguna vez algo pasó ahí. Todos dicen que donde nada pasa no hay nada bonito. Pero está lleno de caras amigas, personas de nobles y sencillas intenciones, el calor abrasador se traduce también en calidez. Y ahí en medio de donde nada pasa se siente un ambiente de hogar.
No hay grandes edificios, ni majestuosas construcciones o destinos turísticos de ensueño, aun así, siempre me ha parecido que hay algo de magia aquí, lleva su verdadero encanto en la ciudad secreta que esconde; la anuncia un gigante que la lleva a cuestas con todas sus nacionalidades, sabemos que está ahí porque ya nos hemos acostumbrado a su estruendoso sonido.
Es apenas estrecha, pero uno corre para subir el puente que le atraviesa, y desde ese lugar tener la mejor vista; donde parece infinita la ciudad secreta a medida que avanza. No es invisible, pero entre la sombra de la indiferencia apenas es posible distinguir siluetas discretas que, a bordo de un camino recto e inequívoco se toman el tiempo para dar tregua a sus tribulaciones y sacuden la mano diciendo adiós. Con cada paso se extienden grandes muros, entonces donde nada pasa se vuelve ajeno a esa ciudad.
Donde nada pasa todos los días ve pasar una ciudad que se construye de recuerdos, memorias de infancia, mensajes lanzados al aire y anhelos que se escriben en bitácoras de viaje imaginarias. La ciudad se forma de todas esas cosas que ya han pasado, o aún no suceden, pero nunca están en presente, lo único que ocurre al mismo tiempo es contemplar a la ciudad alejarse, porque en una suerte de ironía en donde nada pasa, tampoco nada se queda.
Todos los días cruzo los dedos para que el pueblo de donde nada pasa siempre sea un buen lugar de paso para los habitantes de la ciudad secreta.