Me han vestido con las mejores galas y me han acicalado como pocas veces antes. Porto un vestido negro sin tirantes que se ciñe a mi cintura; la falda, que llega hasta mi rodilla, está decorada con claveles rojos. Insistieron en la utilización de medias y mi calzado favorito: unas zapatillas de charol rojo. Mi cabello castaño claro, largo y ondulado es sujetado por un suntuoso prendedor dorado, sólo han dejado caer dos mechones a cada lado de mi cara; resalta mis facciones, dice mi madre. Mis labios están pintados de rojo mate y mi cara ha sido tapizada con una base de tono más oscuro que el de mi piel y con mucho rubor, en un intento de ocultar mi descomunal palidez. También mis uñas han sido retocadas, las limaron y pintaron de carmín.
Me sorprende la paleta de colores elegida por mi progenitora dadas las circunstancias que nos obligaban a asistir a la iglesia ese domingo: yo tenía una cita importante. Su antesala tuvo lugar dos días antes, cuando un viernes 13 (tal vez debí de hacer caso a las supersticiones de mi madre), mientras daba mi caminata matutina por un parque de la colonia, el clímax de una canción pop y la velocidad de mi trote me llevaron a una emoción extática que me hizo olvidar mirar a los dos lados antes de cruzar la calle. Un error garrafal en una avenida concurrida.
El impacto me provocó una hemorragia interna a la altura del tórax, supe que informaron eso a mis padres y hermanos menores. Espero no haber metido en demasiados problemas a la conductora de la camioneta gris que me atropelló, ciertamente el accidente fue mi culpa.
Lxs amantes de lo esotérico pensarán: ¿cómo mi viaje podría terminar así? ¿Qué no estoy escribiendo esto? No lo sé.
Antes de que el sacerdote iniciara la misa, desde mi ataúd percibí cómo las personas (entre ellas algunas que no conocí en vida) se acercaron a mí: las menos con felicidad, otras con morbo y la mayoría con tristeza; a veces esta era insostenible, como el caso de mi madre, quien al cabo de unos meses fue diagnosticada con depresión a causa de mi muerte.
Cuando el sacerdote terminó de dar el pésame, algunos familiares levantaron mi ataúd; de camino al lugar donde me enterrarían, uno de ellos trastabilló con un desnivel en el terreno y por poco me tiran al suelo, pero eso no me impidió llegar a mi destino, que es el de cualquier persona: la tierra, o bien, las cenizas. Mi viaje fue breve si lo ponemos en perspectiva: sólo tenía 25 años. Prometía un futuro brillante, decían con pesar.
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