Una vez vi un bosque desde mi ventana, y al lado de este vi un pueblo. Mi madre me pedía no acercarme. Nuestra casa tenía murallas altas. Todo mi mundo estaba ahí, olvidé el exterior. Mis días los ocupaba en aprender cómo preparar comida, medicina, tejer, hacer ramitos. Mi madre me enseñaba canciones y poemas, me bañaba con plantas y peinaba mi cabello todas las noches, excepto cuando se reunía con sus amigas. Hasta que cumplí trece años pude seguirla a recoger flores y cazar.
A los dieciocho, comencé a ir sola. Un día, la tentación fue más grande y me desvíe un poco. Encontré a alguien: un chico. Nunca había visto uno, pero mi madre me habló de ellos.
A partir de ese día, nos encontramos muchas veces, nos hicimos amigos y al principio nos reuníamos en el bosque. Me contaba del pueblo donde vivía, era el que veía desde mi ventana. En invierno me llevó y me mostró su casa, estaba cerca de la iglesia. Tiempo después, nos confesamos nuestro amor. Pasábamos el tiempo acostados. Una tarde no llegó y comenzó a dejar de venir con frecuencia. A veces ni siquiera hablábamos, sólo se acostaba conmigo. Después dijo haber conocido una muchacha en primavera, ya estábamos en invierno. Los preparativos de su boda ya habían comenzado. No volvió. Iba al bosque, esperaba encontrarlo, no sentía hambre, sólo pensaba en él. En una ocasión mi madre me dio un remedio para hacerme sentir mejor, con lo que pude cruzar el bosque para buscarlo. Lo vi riendo y enamorado. Regresé corriendo a mi hogar, tratando de no derrumbarme. Cuando llegué, me encerré en mi habitación y lloré hasta quedarme dormida.
A la mañana siguiente me desperté, me dolía la cabeza y me sentía pesada. Estaba molesta y sola, volvía a llorar hasta cansarme. Decidí hacer lo de siempre: escribí mi deseo. Describí en detalle sus ojos, su boca que me besaba y me mentía, sus oídos que me escuchaban decirle mis sentimientos, las manos que me tocaban. Cada parte de su cuerpo, el sonido y las tonalidades de su voz. Toda su existencia, mi amor y mi odio llenaron las hojas. Terminé de escribir, me sentí ligera, tranquila, con mucho sueño. Tomé las hojas, pesaban, y me acerqué a la chimenea para arrojarlas al fuego. Las vi volverse cenizas, comí y regresé a dormir. Cuando desperté ya era de noche, desde mi ventana veía el bosque y al otro lado, cerca de una iglesia, una casa que se quemaba. Espero que el fuego no se extienda: se acerca la hora de salir a bailar.
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