Sus sombras ardían cuando movía mis dedos, no podía moverme, pegada a la tierra helada. Sus frondas susurraban y centelleaban verdes mágicos, imposibles de replicar; destellos que resistían el ruido de las ciudades cada vez más cercanas, invasoras insaciables y rampantes que chocaban entre ellas, planeando con sus dientes de acero y concreto a quién se comerían primero.
En la eterna presencia de sus voces, sus palabras se filtraban por mis ojos, haciéndome llorar. Nunca algo tan puro había sido dicho y nada tan inmaculado había estremecido así mi interior. Soñé con la fusión. Y llegó una flama que me inmoló la esperanza y la ilusión: había nacido humana. Terca, me concentré de nuevo en insertarme en esa sensación plena.
Permanecí recostada, tratando de estrellar la tierra en mi piel y nunca perder esa marca: el juego de las abejas, la procesión de las hormigas, el canto de las plumas rotando hacia mí, preparándose para huir ante cualquier signo de peligro.
Orillada a amar el cielo sentí hervir muy dentro, en núcleos nuevos, una energía de crecer tan alta que algún día tocaría el arrebol de las nubes y la cabellera de las estrellas. Parecía estar hecha de madera, momentáneamente sostenida por celulosa. Se durmieron mis sentidos humanos, me crecieron ramas, veía al viento venir hacia mí, me arañaba las penas.
Sus auras se colorearon de más sangre esmeralda. Ojos compasivos me vieron desde la altura. Su historia se me otorgó, palpé las estaciones y cada muerte de animal cobijada en las raíces. Fui una de ellos, esa noche de helada inscripción. En el sopor recordé un lenguaje, nos prenderíamos de silencio. Y yo gritaría tan alto que los hombres podrían oírnos, temernos, soltarnos de las tumbas en que nos creían.
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