Divagaciones. La locura antecede a la razón

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Tan pronto declaramos que los convencionalismos son el elemento fundacional de cualquier sociedad, una pregunta se asoma, amenazante. ¿Es este momento el que activa las correspondencias que dan pie a la cultura o, como se dijo, son éstas las que fundan a la sociedad? Tras reflexionar un rato uno descubre que todo partido es inútil: el yugo entre el origen de la sociedad y su pensamiento es insuperable. 

 

A diario, los impacientes pensamientos de la modernidad colorean y nombran el sentido del mundo sobre el arbitrario espejo de las convenciones. Pero a veces el crayón es esgrimido con tal frenesí que atraviesa el vidrio hasta astillarlo. Herido el vínculo entre los nombres y las cosas, la modernidad se estremece al presenciar el abismo y el silencio que chorrea de entre las grietas de la razón. 

 

El laberinto

Muy pronto escuché su voz: «¡Abandona el pensamiento! ¡Dilata los sentidos!». Y así lo hice, para que mi mente fuera embestida por todas las voces y delirios. No es baladí pronunciarte esta última enseñanza: la razón, como cualquier acto involuntario, procede de ¿Quién?; de él fue desgarrada y hacia él se dirige, como lo hizo mi cuerpo después de quedar abandonado en los meandros subterráneos del laberinto. 

Al instante, y aún sin conseguir deletrear su suerte, la silueta de mi maestro desapareció para siempre. 

 

¿Qué es lo divino? El instante que atraviesa la eternidad — ¿Y la manía? La locura que deviene del estupro de lo divino.

 

Siguiendo a Colli, Hefesto hizo un espejo para Dioniso, y éste, al poner su imagen en él, «se fragmentó en el todo». Así, la mente, al ser una visión del dios, también tuvo una composición dual (el ātman y el aham, siguiendo la doctrina vedántica). Esto puede dar cuenta de cómo nuestra existencia siempre se ve impulsada por una fuerza indócil, pues tan pronto nos apresuramos a nombrarla, ésta ya ha decidido abandonarnos. 

 

El enigma

—La respuesta se esconde entre un latido y otro —le dijo el hombre con cabeza de toro, mientras huían por los babélicos callejones de algún sueño—. Lástima que tus palabras no conseguirán recordarlo.

EL ARDID DE LA MEMORIA. Todo acto proviene y es impulsado por una posesión que tensa y rompe las cuerdas de las significaciones: esa es nuestra condición ontológica; en una palabra, no hay un sólo instante en que las cosas no carezcan de nombre. La cuestión, tal parece, es que lo olvidamos, o al ser engañados por la memoria, recordamos algo más

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