
Hoy soñé contigo. Soñé que nos batíamos en duelo, hombro con hombro, contra las adversidades.
Un cielo enfurecido se tragó un sol rojo y le arrebató al mar sus aguas. Brotó así, de este, una lluvia de gotas azul brillante con rayos en su interior.
Las perlas fluviales nos rociaron el rostro e hicieron a nuestras venas brillar, a nuestra piel fortalecerse y a nuestros corazones palpitar sin miedo.
Sembramos un buen amor, un gran amor, un magnífico amor, debajo de un cielo celoso. Un cielo que envidia cada uno de nuestros afectos, que no dudaría ni dos veces en nublársenos encima y llovernos con relámpagos asesinos.
Pero nuestro magnífico amor es fuerte y los rayos se ahogan en las cariñosas llamas de un fuego calmo, que vive y respira nuestro mutuo respeto. Por eso el cielo ha de llorar siempre que nos vemos; desdeña nuestras caricias y nuestras certezas, pues anhela tenerlas.
En cada ocasión, el cielo recupera un poco el uso de su razón; lo entiende y atempera su tempestad. Libera lentamente un sol rojo de sus colmillos grises y deja, donde en algún momento lloró, un mar zafiro. Y en bellos reflejos y resplandores, el sol y el mar se unen, ambos brillantes, ambos magníficos, hombro con hombro, como nosotros.
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