Jirones de arena quemada

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Un súbito despertar en medio de la nada, entre jirones de obscuro velo, de ese velo omnisciente de la noche que parece nada. Atendiendo con prestezga a la sed que despierta, la ciega mano tantea en la mesa de noche buscando el vaso de vidrio esmerilado que ex profeso nos acercamos. Hechos esquirlas, los nervios, los reflejos se entorpecen y el roce no acerca sino empuja el anhelado rescate. Suspenso el tiempo, la vida pende de un hilo y el pecho, contrito, aguarda el crujir del cristal quebrándose en el acto. No obstante, sólo escuchamos un golpe sordo y el susurro del agua que corre entre las barbas de la estera que la absorbe: ¡la única que bebe! Sobre la alfombra no se hallaban cristales rotos.  

                   No queda más remedio que correr al grifo y beber de la fuente de vida. El riesgo, como con Odiseo, es perder el regreso. Y justo así nos pasa. Ahí, en el umbral umbrío de la puerta, nos asalta, desprevenidos, el plaf-plaf de unos pasos desesperados detrás nuestro, mientras enfrente hallamos el propio cuerpo, abierto como flor de loto, sobre las negras aguas de sábanas y sueños. ¿Quién o qué nos persigue? ¿Un eco del yo o el segador de pasos? ¿Es, acaso, el hombre azul partido en dos por la ventana? Avanzar nos hunde más en la vorágine espiral: un mutoscopio de humanas, podredumbres desdobladas, en confusión interna de esencia y materia; una flor en brote de óxido ferroso cual metal a la intemperie; caras alevosas cargadas de inquina frente al espejo; una estatua sepulcral invadida de pasto y hojas secas; una sombra que pisa su propio cuerpo; un eco que vuelve a la boca y anida en los dientes cariosos; una onda que persigue otra onda en el río; llamas amarillas devorándose entre sí como cangrejos. 

                  La mente es una catarata de ideas confusas que desemboca en el cuerpo recién despierto: un súbito despertar en medio de la nada, entre jirones de ese obscuro velo de la noche que parece nada. Con el tacto —pellizcos y bofetadas dulces— recuperamos el ser físico palmo a palmo, esa mansa realidad sin fiebres metafísicas. Algo parecido a la plenitud nos embarga al constatarnos como seres de carne y hueso. ¡La alegría contenida de llegar a tiempo! El arribo al ser en la pesadilla del naufragio astral. Esta vez, sin sed, buscamos el vaso por empeño del sobreviviente y lo hallamos, solitario, volcado en el suelo. Sobre la alfombra no se hallaban cristales rotos.

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