
Los perdidos aconsejan que a los veinte
disfrutes el viento cual cómplice
pues conoce tu peso invaluable,
entiende y carga tu fragilidad,
sabe de las nubes donde piensas
porque en la superficie no podrías
alzar un hogar sin muros
(arriba no son necesarios,
nadie puede anclar tus pies
a una estatua, también frágil pero distinta,
que presume el polvo amarillento de sus huesos
para disimular las grietas
de una postura forjada por grilletes).
Pero llega el momento terrenal,
llega la traición de las ventiscas:
tu casa se desploma, se le forman murallas,
te expulsa,
caes,
la tierra pone su colchón,
no puedes pararte,
no despiertas,
la fatiga te cobija.
A partir de entonces, los veinte se socavan décadas,
a cuando los adultos han aprendido
a aguardar sin aguardar,
y debido a tu pérdida,
el cielo se vuelve gris
para adaptarse a tu visión del mundo.
Ojalá que a tu edad
la brisa todavía te soporte,
que te deje al margen de la fuente
con carcajadas tapando sus fisuras
para confundir a los años,
y donde una pareja de viejos
se convierte en lodo.
Sí, ojalá que en ella te empuje,
y así aprendas
a flotar para siempre en su reflejo.
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