Está prohibido guardar recuerdos tan sagrados durante tanto tiempo porque se pueden echar a perder; ni siquiera en una buena vitrina, pues todas resultan inútiles para esta tarea. Hay que dejar ir incluso a las personas porque si el andar se les apresura es porque jamás han querido permanecer a lado nuestro.
Esto lo entendí muy tarde, me hubiera ahorrado 10 litros de lágrimas (por semana), cientos de pesos en la estética y unos cuantos corazones rotos que cargo en mi mochila de cuero.
Cuando era pequeña solía visitar mucho a mi abuela, ponían canciones a todo volumen para animar el ambiente y el estruendo de las risas se escuchaba hasta el patio de la casa. Los olores y los colores quedaron tan impregnados en mí que recordarlos es como estar allí. Pero en alguna de aquellas remembranzas algo empezó a oler mal, a sentirse mal. La lama y el moho de algo pudriéndose. Y así era, eran esos recuerdos enlamándose porque a pesar de que en mi memoria habían sido hermosos, a la fecha me traían sentimientos infortunados.
Mi abuela siempre decía «ya no volvieron a visitarnos», «las cosas cambiaron», «a lo mejor no lo recuerdas», pero lo que no sabe es que todo está gravado a la fuerza como hierro trabajado en la lumbre.
«Ya no volvieron a visitarnos», se escuchaba por toda la casa y yo nunca pude dejar de sentir que algo muy dentro de mí me seguía faltando y que toda la suciedad tenía que ser lavada porque ya no tenía 10 años y, aunque quisiera regresar a esos días, las cosas se habían modificado.
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