
Miro, miras, miramos
las majestuosas luces de esta ciudad,
sus farolas incandescentes colgando de los postes
en el Zócalo, Polanco y Coyoacán.
El alumbrado que es corazón, viejo y olvidado,
en Tláhuac, Iztapalapa y Mixcoac.
Me miran, te miran, nos miran
aquellos edificios altos llenos de historia.
Barroco, churrigueresco, neoclásico y demás,
la arquitectura característica de la ciudad.
Nos miran porque saben que somos parte de ellos,
que nuestras caminatas en el Zócalo y Corregidora
quedarán para siempre en nuestra memoria,
que nuestras palabras en Pino Suárez
serán parte de este cuento nacional.
Me cuentan, te cuentan, nos cuentan
tantos relatos entre Bellas Artes y Reforma.
Traiciones, matanzas, sangre y amores
que aquí nacieron, que a diario se forjan.
Gritos cuyos ecos resuenan en el aire
y paredes que replican el recuerdo,
ese que siempre se transforma.
Oigo, oyes, oímos
la interminable cantilena del organillero;
llena de alegría, llena de febrilidad,
alimentando los corazones de los bohemios.
Todos se alebrestan, se agilizan con la melodía
que es la sonata típica de nuestra tragedia.
Siento, sientes, sentimos
las emociones que inundaron cafés, parques y escuelas.
Palabras de amor, de dicha y de sufrimiento
que vuelan frente a palacio, frente a las estelas.
Sentimientos encontrados, tirados, desdichados,
que reinan el castillo de impurezas.
Camino, caminas, caminamos
entre tumultos de gente, repletos de pluralidad.
Griteríos en las torres, el Carmen y mayoreo;
en las bocas de los notorios cacharpos.
Miramos toldos agujereados, lonas viejas y trapos harapientos
inútiles al cardumen de la tempestad.
Vivo, vives, vivimos
en la ciudad de las mil luces, la ciudad que nunca descansa.
En donde siempre hay trajín y diligencia;
en donde siempre hay mausoleo, donde siempre se habla.
Vivimos
entre la miseria, la escasez y el trabajo;
la bohemia, la tragedia, el arte y la virtud;
nos perdemos entre avenidas, momentos y la inmensidad
para volvernos a encontrar, al final, entre millares de luces.
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