
Cuando encontré el cabello me sentí triste, frustrada, enojada. Recuerdo entrar al departamento apresurada, con una nube densa sobre la cabeza. Los perros, al verme atravesar el lugar a toda velocidad en dirección a la habitación que compartía con Abel, alzaron las orejas, curiosos y confundidos. Era extraño que yo estuviera en casa a esa hora y en martes, lo admito. Se suponía que estaba en la oficina, frente a mi Mac, tecleando sin parar.
Pero olvidé mi dignidad en aquella habitación; lo presentía, lo sabía. Al principio, asumí que era de él. Abel solía usar el cabello largo aunque hace un par de años, cuando recién lo conocí, aún era corto: sus insistentes rizos se disparaban al cielo mandando extrañas alabanzas que se mecían al viento. Ahora, era incluso más largo que el mío, mucho más.
Por eso, cuando lo vi ahí, posado sobre la almohada en la que solía poner mi rostro, lo comprendí todo y nada a la vez.
Brillante, largo y sedoso, de un inmaculado color blanco, casi transparente, lo sostuve entre mis manos, que sudaban sin parar. Percibí un ligero olor a cigarro que se desprendía de las sábanas y por fin los escuché reír. El rostro me escoció, mi estómago se hizo pequeño y sentí las grietas formarse en mi corazón.
Abrí la puerta del baño y una ola de vapor nubló mi vista. A pesar de todo vi un borrón blanco: entre mis pies, percibí el suave roce de algo que se escabullía a gran velocidad. Los perros ladraron y chillaron alarmados. Abel me miró estupefacto.
A lo lejos, distinguí que la zorra poseía más de una cola.
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