
Aquí,
desesperada,
soy una amanecida del amor.
Inaudita madurez
de acompañarte por las noches
siempre que digo te amo.
Dulce libertad de tinta escarlata
que derramo cuando escribo en el vino rojo
como una tibia flor
que te lleva el día entre sus labios.
Me miro largamente,
rayada de llovizna y desencanto,
y veo un corazón cobarde
que calla el nombre que quiero
y que se inflama en silencio
con ira y amargura.
Lo injusto no es este cuerpo
tan asquerosamente limpio,
ni la blanca castidad que lo cubre,
es el encanto inmenso
y el egoísmo
que me han impuesto.
Son las nociones equivocadas
que desembocan con sorpresa
en pasadizos secretos
que ocultan mi nombre.
Mi ser es la bestia de dos pardos quebrantados
que quiere hallarme
para atarme con la cadena
de mi eterna condena.
Me entregué a las pasiones,
dispuesta a perderme,
abrazando a la vida, a la muerte,
hundiéndome en las aguas
sin miedo a enloquecer,
persiguiendo un fulgor,
una ruptura inquebrantable
que atrapa lo que queda de mi alma
en la voz del tiempo.
Osé mirar al sol ardiente
que fascinó mis ojos,
desdeñando la esmeralda oculta
de mis pardos.
Cambiaré, si quiero,
el rumbo
para saber quién soy,
que me pueda llamar,
que me llame Ágata.
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