No hay piedad para mí. Me acorrala en mi casa y me persigue cuando consigo ánimos para salir, en la cotidianidad, de todas las maneras ridículas que he encontrado para volver hasta ahí. Siento su presencia en cada rincón; existe todavía sobre todas las cosas que sus manos tocaron la primera y la última vez que estuvo en la habitación, incluyéndome. No va a dejarme nunca. Escucho ruidos y mi reacción es buscarle en la proximidad, pero al hacerlo me doy cuenta de que son solo murmullos que toman forma de conversaciones pasadas para mantenerme presa allí, en el pasado junto a él.
Odio que su nombre sea tan común porque lo encuentro en todas partes y temo que mi reacción delate mi crimen. Vivo lejanos mis días, como si todos mis movimientos sucedieran dentro del sueño que comenzó la noche del acontecimiento. Sé que ya pasaron semanas, sin embargo, la culpabilidad supera por mucho la satisfacción. Alego ser inocente aun sabiendo que el último ataque fue mío cuando él estaba distraído.
Siempre me siento incómoda fingiendo que nada me pasa, pero en realidad mi cabeza se quedó en ese día. Me está volviendo loca guardar el secreto, aunque estoy segura de que compartirlo solo empeoraría la carga, se haría más grande, me obligaría a caminar más lento y no puedo detenerme porque si lo hago va a encontrarme otra vez. Nada de esto me estaría pasando si me hubiera asegurado de que su memoria me dejaría en paz antes de soltar mi amarre de su cuello.
Es tan abrumador que sabores y olores me regresen a él solo para darme cuenta de que no podemos conversar al respecto porque los muertos no hablan. Él no habla porque yo lo maté. Me deshice de su presencia, lo siguiente es matar bien el recuerdo hasta ser capaz de soñarme siendo ajena a su compañía. Busco ser libre después de años de tormento, voy a empezar otra vez sin tener que cargar la imagen de su sonrisa torcida y los destellos ámbar en sus ojos a contraluz instantes antes de apagarlos para siempre.
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