
Rossana esperaba con desesperación por su amado, al borde del puerto. El cielo se teñía grisáceo y lúgubre; el mar se agitaba con violencia en contra de la costa rocosa, mientras que el viento sacudía su vestido y transformaba en un vaivén rojo como el fuego la larga cabellera de Rossana. Pero ni aquel terrible clima iba a alejarla del puerto. A pesar de que logró acostumbrase a la espera después de cinco años de verlo partir cada mes de mayo, ese año fue más difícil que cualquier otro; incluso que el primero. ¿La razón? Habría de mencionarla hasta que él volviera pues quería darle la alegría de viva voz.
Si todo marchaba bien, Demian volvería con Rossana la segunda semana de febrero. En su hogar, celebrarían su llegada degustando un lechón al horno y una buena botella de vino al calor de la fogata, tal como lo hacían año con año. Ese pensamiento calmó la mente de Demian, quien no gozaba ni de un solo minuto de respiro al cargar con toda la responsabilidad. Gritaba indicaciones en todo momento a su tripulación, a la par de que él mismo se revolvía para controlar el timón, izar las velas o sacar el agua a baldazos. Las fugas en el área de carga no dejaban de aumentar y los alimentos estaban por agotarse. Todavía sumidos en la amenazante nada de un caótico océano, la mayor tormenta que Demian había presenciado desde que era un grumete no le dio tregua durante las últimas dos eternas noches. De modo que Demian, el capitán más joven en la historia de su pueblo, batallaba codo a codo con su tripulación para mantener a flote la Embestida de Lilith II. Pero todo intento era inútil, y en el fondo él lo sabía muy bien. Acabaría compartiendo el mismo destino que su padre y el de la Embestida de Lilith, de los que guardaba muy pocos recuerdos. Por ello guardó en su memoria la última sonrisa que su amada le brindó antes de que partiese, lamentándose por no haber engendrado un hijo con ella.
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