
Solía aburrirme mucho cuando era niño. Era muy tímido, no tenía casi amigos, no era un lector apasionado como lo soy ahora y a esto hay que sumarle que mi mamá me llevaba a la casa en donde trabajaba. Me pasaba deambulando por aquella casa sin hacer casi nada; me la pasaba sentado, viendo la televisión o, cuando mi madre no se daba cuenta, me metía a los cuartos solo a ver qué es lo que tenían. En uno de esos tantos días, entré a una pequeña bodega que se encontraba en la esquina del patio. El pasillo para caminar era muy reducido debido a la acumulación de cajas y objetos viejos. En una caja de plástico ya sin tapa, había unos paquetes de sobres amarrados con ligas. Curioso, tomé un paquete, le quité la liga y comencé a leer lo que decían los sobres. Al reverso de cada uno estaban escritas direcciones y todos los paquetes que había en la caja tenían lo mismo. Había visto en la televisión que los carteros eran los encargados de llevar las cartas a las casas y en ese mismo programa explicaban cómo hacer y mandar una. Deduje que todos aquellos sobres eran cartas que no habían sido enviadas y pensé que necesitaban a un cartero. Ese cartero tenía que ser yo. Evidentemente no tenía ni idea de dónde se encontraban aquellas direcciones por lo que el plan era el siguiente: cada que mi mamá me mandara por las tortillas o a la tienda, yo me llevaría algunos sobres y los iría dejando en casas al azar, esperando que algunas de esas personas recibieran la carta que habían estado esperando…
Nunca tuve alguna respuesta, era casi obvio, pero me gusta pensar que aquellos sobres que entregué en esas casas por varios días contuvieran algo: una carta, una postal, alguna tarjeta de regalo, algo que le haya alegrado el día, por lo menos a alguien.
Ahora ya no entrego cartas, ni sobres, pero escribo cuentos y a veces poemas, que no van dirigidos a alguien en especial, pero espero que lleguen a sus casas como un sobre inesperado.
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