
—No tenemos tiempo.
Mengana estira la mano y alcanza una barra de chocolate.
Hace geometría de la buena y divide un chocolate en rectángulos menores. Corta aquí y separa una de las partes. El chocolate queda del tamaño original, el de la envoltura, pero le sobra un cacho.
—Eres una diosita, haz algo.
Es la última vez que van a dormir juntos. Mañana en la mañana se les acaba el chiste y yo no los tengo confirmados para un segundo cuento por cuestiones fuera de mi poder.
Están acostados, agarrados de la mano y ninguno sabe si el otro parpadea, si tiene los ojos abiertos o si se van a volver a ver. Ellos saben cómo llegaron a este punto. Lo que sea que haya pasado antes de este momento es todo el mundo que conocen.
Para mí no son más que una ilustración, no los conozco. Pero me importan. Me importan porque tienen miedo y no me dejan dormir. No es que estén cogiendo muy fuerte (a Fulano no se le para cuando está triste y Mengana no es de pegar el grito en el cielo). No me dejan dormir porque se acaban de enchufar los audífonos y tienen el volumen altísimo.
Se quieren dar un beso, pero por primera vez sus narices no empatan. Se desvanece la teoría y la práctica resulta insuficiente. No saben si hay que ir por el labio de arriba o si hay que besar el de abajo. Cuando se perfilan al centro es peor. De repente les sobra el brazo que tienen dormido, aplastado por el cuerpo en horizontal. No les sirve de nada, no se pueden abrazar. Pero insisten. Se aprietan lo más que pueden y ahí como pueden se apapachan. A lo mejor es demasiado, pero resisten porque mañana a la misma hora desearán haber aprovechado un poco más. Todo está perdido. Están a punto de llorar. Ningún segundo en la historia del mundo se sintió tan presente como se sienten severos los segundos ahora mismo.
Cambia la canción y baja el volumen lo suficiente como para que puedan escuchar si es que alguno suplica. Pausa la música cerca del final. Repite la canción. Otra vez. Regresa al inicio.
Ya se va a terminar, pero no. No deja que se acabe.
La nota ya perdió el sentido y la letra no tiene dicción. Son balbuceos atarantados, cómplices de jugarle chueco al tiempo. Están haciendo trampa. Siguen y no se hace de día porque no dejan que se haga.
En algún momento tendrán que cansarse. Y si no se cansan se quedarán dormidos. Si se fastidian, lo mismo. Si se acaba la pila, igual; se acaba. Y si a uno se le rompe el corazón, tendrán que parar. Pero si no, se la van a seguir así, toda la noche, por lo que logren durarla.
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