La tarde parece postergarse ad nauseam. Me inquietan las eternidades del ocaso y rara vez me ocupo. Te pido que me acaricies como hace la lluvia cuando cierro los ojos y te ríes con disimulo y confianza. Un gesto suave, pero entero, sin reparos. Sin cubrir tu boca con una mano. Inclinas la cabeza un poco a la izquierda y un poco hacia atrás. Desvías los ojos a la ventana y tus dientes claros son un destello curvo, como navaja de afeitar.
Así que te hablo de hexámetros bucólicos, de la cítara de Pan y los pastores griegos, de esos palacios de pasto y musgo que son a la vez solaz y escenario. De hinojos sobre las sábanas, te pido que hagamos de la cama una Arcadia y te inventas tu propia etimología: arca de los corazones. Porque nos arrulla esta íntima tarde, matizas. Porque no sé andar en bici, contesto. Luego tú me hablas de cálculos renales, glomérulos —que por alguna razón imagino gordos— y proteinurias, tal vez nefróticas —tu tono es de duda.
Así que ahora me toca a mí falsear las acepciones: los cálculos renales, óyeme bien, son arrecifes de roca allá en la Renania oriental, cual cuento de Heine —y en fingido tono de soprano— puros escollos del Rin que no ven aquellos que apenas ven el pelo áureo de Loreley, cuando su canto de ondina perturba las ondas. ¿Y las proteinurias? Preguntas con una sonrisa que me envalentona: son las hijas de Proteo con el valle de Nuria. ¿Y las nefróticas? ¡Una cisterna de nubes! ¡Pozo de espuma etérea! ¡Néfos-phréar!
En pleno bullicio de ocurrencias, tomas un cabello tuyo, cordel de ciegos imperativos, y lo anudas en la vena amoris de mi mano izquierda, monocordio de ébano laurel. Tensado en la distancia de tu anular diestro, me enseñas susurrante los tres intervalos de la cuerda única del corazón. Por suerte, la luz cede su báculo a la noche y tus labios a los míos antes de dar con el tritono de la quinta disminuida, y el monocordio se queda mudo ante la música de las esferas celestes, que de a poco se va mezclando, elíptica y vinil, con la tensada voz tenor de Peter Schreider dando vueltas en la aguja.
Entonces lo supe: moriré cuando la música termine.