Comenzó como un buen día.
Me levanté temprano y ya había hecho ejercicio y leído mi libro favorito.
Salí de casa, caminando tranquila, disfrutando del clima nuboso y fresco.
Llovería más tarde, pero, para entonces, ya estaría de vuelta en casa.
Llegué temprano al trabajo, saludé a mis colegas y comencé a resolver los pendientes del día.
Más tarde tendríamos que presentar un proyecto frente a uno de los clientes, me sentía segura de lo que mi equipo había hecho. En ese momento la preocupación fue nula.
Llegó el momento.
Lo habíamos hecho bien, pero al final perdimos la inversión del cliente.
Todos estábamos desconcertados, nos habíamos esmerado en cada detalle y al final no lo conseguimos.
Regresé a casa tan pronto como pude.
Mi mente comenzó a hacer preguntas, no entendía cómo esto había pasado.
No dejaba de pensar y ya empezaba a sentir aquella presión en el pecho.
El aire comenzaba a faltarme y mis ojos se humedecían con cada paso que me acercaba a casa.
Estaba enojada, estaba confundida y estaba triste.
Pronto el sentimiento de culpa se unió a los demás. Quizás no había sido lo suficientemente buena, tal vez fue mi parte la culpable de perder la inversión.
Pensar que estas ideas también podían sonar tontas hacían que mis síntomas aumentaran. Tal vez no era mi culpa, quizás no era lo que el cliente estaba buscando y eso también estaba bien.
Ambas partes se peleaban dentro de mi cabeza y cuando finalmente llegué a casa, no pude contenerlo más.
Mi corazón no dejaba de latir, mi pecho dolía y sin importar cuánto lo intentara, no podía regular mi respiración.
Me abracé a mí misma en el suelo y enterré las uñas en mis brazos mientras la sensación de ahogo aumentaba.
Me regañaba a mí misma por no poder calmarme, por permitir que esto pasara de nuevo.
Solo podía escuchar a lo lejos el sonido de una tenue llovizna, y ahora me era imposible recordar que por la mañana había pensado que era un buen día.
