Me gusta pensar en las dualidades, en las trampas mortales que el destino tiene y que siempre, sin querer, esquivo o voy en contra de ellas, en contra de aquello que acecha encontrarme. De vez en cuando soy víctima de la desilusión y mi compañera es la esperanza. El genocidio se vuelve humo cuando me sumerjo en el enredado nudo de lo imaginario, allí donde todo sucede y no existe miedo capaz de hacer colapsar los ladrillos que me protegen del mundo cruel.
Pensar en los días cuando te miro, esos en los que el corazón se me va a salir del pecho y, a la brevedad de un pestañeo, lo tendrás entre manos observándolo latir por ti. Esas veces en las que te despides de mí con un beso y yo guardo ese recuerdo para la eternidad, con ansias locas de querer atesorar cada movimiento tuyo en un frasco para no dejar escapar tu esencia.
Me gusta pensarte, sentir tu presencia tan cerca y fresca como aquella tarde de verano en que te encontré disfrazado de anomalía entre la gente, que no hacía otra cosa más que esconderte de mí. Pero tu presencia fue magnetismo que me orientó para dar contigo, dulce y fino cristal encapsulado y protegido tal cual guerrero cabal en los tiempos de Troya.
Me gusta pensar que el dolor que un día viví hoy es una enseñanza que ha florecido, que esas espinas que algún día dolieron hoy están relucientes en algún racimo de rosas en su pleno apogeo. Me gusta imaginar que en otra dimensión tú y yo nunca cruzamos caminos y nunca supimos lo que era herirnos.
Me gusta cabalgar, sentir el viento en mi cabello cuando vuelo como las aves en parvada en busca de un hogar temporal o permanente, uno de esos en los que el único ruido ensordecedor es el eco de las pisadas a mitad de la noche.
Me gusta tener alma de niña y corazón de guerrera. Me encantan los días cuando el pasado es sólo eso, pasado. Cuando olvido que tuve una depresión que casi acaba conmigo, cuando escribo y diluyo en la tinta mis temores y pensamientos de todo tipo.
