Lo que queda

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Todavía sigo bailando mientras la comida se calienta en el microondas. Me convierto en una distinguida directora de orquesta con los palillos de la comida china desde los siete años. Aún me escondo debajo de las sábanas cuando estoy asustada, duermo abrazando las almohadas sin pensar qué carajos significa eso, y sigo creyendo que todos mis problemas se resolverán el día que publique un libro.

Me sigue doliendo el pecho, más cuando me dicen que me parezco a mi papá o a mi mamá, cuando veo que compartimos las mismas manos. Sigo tomando café, aunque dispara mi ansiedad y, antes de dormir, mientras miro el extenso techo blanco, imagino que tengo una casa enorme, en donde hay libros y una enorme alfombra naranja; donde hay pinturas, porque tal vez algún día vuelva a pintar; también hay libretos y obras, dibujos, trazos y cubos de juguetes de plásticos que pisaré y dolerán. Hay ruido y se siente el silencio.

Aún le tengo miedo a la oscuridad y sigo preguntando más de tres veces las cosas, incluso si las personas dicen quererme. Sigo sonriéndoles a desconocidos en el metro y a las cámaras de seguridad de la ciudad, ciudad que sigue siendo la misma en la que crecí, y hago promesas por el meñique.

Ya no reúno a mis padres para leerles los cuentos que escribo, pero aún escribo. Aún escribo, aunque me duela todo el cuerpo, en especial la espalda. Aún sigo amando, aunque tenga un nudo en el pecho y siga encerrándome a llorar en los baños. Pero escribo, yo escribo, soy escritora, sigo siendo escritora, y eso es más que suficiente, porque todavía me veo a mí en el espejo, a pesar de que he perdido la calma.

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