
I
¿Qué puedo decir sobre nuestro amor, amada mía? Que antes éramos uno y ahora somos dos. Que ahora la muerte, al llevarnos, comete un crimen atroz. Porque ahora lleva dos vidas y un solo corazón. Que ahora los sueños piensan en los dos. Que ahora la noche anhela nuestros secretos, que abrazados, nos confesamos los dos. Que ahora la luna siente envidia de ser solo una y no dos. Que ahora los libros escriben tan solo una historia y nosotros dos. Que ahora nuestra soledad ha muerto y el amor vive entre los dos. Que ahora una fortuna es pensarnos los dos. Que ahora el pasado es uno y el presente dos. Entonces, ¿qué puedo decir sobre nuestro amor, amada mía? Que amor son dos.
II
Tengo la imperiosa necesidad de confesarme. Decir que como mis pecados no hay ninguno. Que no merezco perdón alguno y que la muerte acecha mis días y también mis noches. Quiero decir que todo eso lo sé. Nadie podrá absolverme del pecado y pensar en quinientos padres nuestros parece una broma. ¿Por qué develar mis crímenes, mis miserias ante un confesor que es tan impuro como yo? ¿Cuál es el valor de mi penitencia? ¿Podré corromper a Dios con buenas acciones? No sirve de nada cuando uno es el cordero descarriado. Pero está bien, para eso existimos, para cuestionar ese perdón que no necesitamos y proclamar aquella rebeldía que no nos asusta.
Quizá Dios esté entre estas líneas como un personaje al que, en lo más profundo, temo con todo mi ser. Un personaje principal, al que atribuyo las desgracias de mi vida y que no puedo eliminar de esta historia porque acabaría conmigo mismo. Por eso pocos logran reconciliarse con él. Tal vez solo sean aquellos que logran participar de su propia historia y descubrir que ese personaje son ellos mismos. En cambio, nosotros los desdichados, vivimos como personajes secundarios que constantemente pretendemos saltar al abismo y huir de esa mala historia que lleva por título vida. Sin embargo, ese es el costo de la consciencia. El costo de no enajenarse a una historia propia donde las cadenas de nuestro destino ya están escritas. Ese es el costo. Pero, si hasta el perdón de Dios tiene un precio, ¿cuál será el mío para perdonar a esta vida? ¿Será el amor?