Estaba nuevamente sentada en el piso con las rodillas en el pecho. Totalmente desecha, con emociones y pensamientos oscuros que desalientan, que destruyen; pensamientos con los que no entiendes nada, que te reprochan todo, que te tratan mal y te consumen.
Las lágrimas rodaban una tras otra. Parecía que no tendría fin. La desesperación aumentaba, los reproches, el caos; en ese instante, cuando estaba segura de que nada iba a cambiar y que nada valía la pena, llegó él.
Con sus ojitos llenos de amor, su carita hermosa con la expresión más real y honesta de lo que es el amor y la lealtad, me mostró que existe la belleza. Con su mirada me dijo: «Quédate conmigo. No importa lo que hayas hecho, los errores que cometiste o que títulos tengas, te acompaño, te quiero; puedo darte alegría y amor». Me salvó cuando nadie estaba a mi lado. Me salva con sus cuatro patitas, acariciándome y acercándose a mí, recordándome que siempre lo tendré a él, y que soy valiosa e importante.
Ese hermoso y leal amigo, ese chiqui de cuatro patas, mi perrito, me salvó de terminar conmigo misma. La vida lo puso en mi camino para mostrarme la belleza y la esperanza desde lo más simple.
Mi amor incondicional.