
El día que las cosas no tuvieron nombre
no fue que no existieran
ni tampoco que fuesen inventadas.
Las cosas sin nombre se fueron sucediendo
como el viento que pasa por el monte
y se lleva consigo el olor de las vacas
del estiércol,
del sudor del campesino,
de las lágrimas del niño,
de la leche de la mujer que amamanta,
de las flores que nacen
crecen, viven y mueren.
Así fue:
a base de hechos,
del aire en movimiento
del tiempo que surge y no se detiene
de la discordia
del amor
de la dificultad
y del logro.
Las cosas sin nombre
sucedieron como surgió
el pergamino
el cuerpo que lo engendró
la pluma que lo escribió
y la voz que lo clamó.
Como la célula primera que se juntó con otra
que quizá fue la primera célula
y luego llegó la mujer y el hombre.
Así sucedió,
de un pensamiento a una palabra
o de una palabra a un pensamiento
pero el espacio
no tiene memoria para contarlo.
Las cosas sin nombre lo tienen
o lo están teniendo
ya no se esconden,
nunca lo hicieron
son ciertos ojos y bocas
que repudian su existencia
pero las voces que confiesan
la libertad
el amor sin límites
la furia del hambre
y el deseo insaciable
no dejan de retumbar en el atrio.
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