
Una vez leí: las mejores historias no están en los libros.
Mientras caminaba, La Señorita Letrada rememoró el trayecto que siempre recorría sola. Desde el Palacio de Bellas Artes cruzaba Avenida Juárez hasta llegar a la librería sólo por el puro placer de hojear los libros no constreñidos por el celofán; no le hacía falta animarse a comprar alguno porque ya los tenía en su biblioteca.
Pero esta vez fue diferente. Mientras se dirigía hacia allá, el Sr. X emparejó su andar y comenzó a conversar con ella como si fueran grandes amigos. Sorprendida, continuó el paso; nunca nadie se atrevió a hacer eso.
«Rojo, azul, blanco, gris, negro, blanco, negro…». La Señorita Letrada descubrió que se podían contar los colores de los autos y describir las formas de caminar de las personas. Además, tres vueltas a la Alameda significaron un viaje a Puebla cuando ella conversó sobre caficultura, uno a Oaxaca cuando él habló sobre sus padres y uno muy rápido a Europa donde ambos guardaban sueños adolescentes.
Luego de su pequeño recorrido, retomaron su destino a la librería; sorteaban a los conductores de un semáforo en verde cuando el tacto de la mano del Sr. X le resultó extrañamente cómodo. Ella trataba de explicar el movimiento iconoclasta y él intentaba escuchar mientras movía la cabeza de un lado a otro, algunas veces para sentenciar con la mirada a los hostiles conductores.
Todavía tomados de la mano, reían de cosas que se llevó el olvido. Cruzaron la librería, subieron por un elevador y al llegar al último piso quedaron maravillados: sus ojos admiraron el art noveau del Palacio, imagen que Boari envidiaría. A la Señorita no se le había ocurrido que podía descubrir nuevos lugares en una ciudad que había sido suya desde niña.
De pronto, el Sr. X comenzó a hablar de manera indescifrable y la Señorita Letrada lo miraba estupefacta. Intentó acercarse más para lograr distinguir al menos una estructura lingüística conocida: no lo logró. Se alejó para escuchar con totalidad, quizá estaba demasiado cerca, pero fue en vano.
Los dedos entrelazados de ambos se separaron. El Sr. X no dejó de mirar el paisaje que estaba frente a él y ella miraba su figura inerte queriendo decir algo; sin embargo, no estaba segura si el Sr. X entendería. «Debería estar haciendo otras cosas», se dijo. Entonces se paró de puntitas, besó su mejilla y bajó por las escaleras eléctricas hacia la librería en busca de una mejor historia.
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