
Extraño las horas de la infancia
donde compartíamos la sopa,
extraño los puñados de música
que mi madre soplaba
con sus manos.
Hoy, tú y yo
nos damos la mano
para despedirnos,
estamos rotas
y no sé
si vamos a sanar.
Escucha a tu corazón,
escucha los espacios,
escucha a nuestros padres muertos,
escucha las edades
contenidas en ti.
Te dejo
los platos de las comidas,
del interminable verbo
que derramábamos
por las tardes.
Te dejo
mi cuarto vacío
para que deambules por él,
para que desmanches
mis alegrías y mi llanto,
para que barras los sueños
con los que llegué,
para que recojas
los pedazos de la familia
que nunca hemos podido ser.
Te dejo
la frazada
con la que mamá
nos tapaba de niñas.
Nunca entendí
si te quiso más a ti
o a mí.
Te dejo
las cortinas,
para que la luz
no derrame la desnudez
de tu soledad.
Te dejo
las camas
de mis padres,
para que los recuerdos
se enraícen.
Te dejo
con el azul de la melancolía
en el cielo de domingo,
con la promesa
de sentirnos libres.
Por ahora,
no volveré a visitarte,
pero cuando la dicha
opaque la lamentación,
volveré a llamarte hermana.
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