Cuando la torre de Roma se cae

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Fracaso. Torpeza. Caída tormentosa de diez metros de altura.

 

Algo así como cuando un avión se estampa contra una dura roca de realidad y sus pedazos vuelan por los aires y te golpean para sacarte de la obnubilación en la reposabas, en espera del canto de un ave que te despertaría en el momento justo en el que el tren de la locura llegara a su destino para avisarte que abrieras los ojos y contemplaras el cielo que te rodea, para dejarte enloquecer por él.

 

Nada de esto me estaría pasando si tuviera los pies sobre la tierra y no posados en un barco que zarpó hace tiempo con dirección al país de los sueños. 

 

Un país al que solo los enamorados, los torpes y los ilusos deciden viajar.

Con la esperanza guajira de, si el oleaje en altamar no es muy salvaje y les permite acercarse lo suficiente para que con sus ojos idiotas alcancen a vislumbrar la isla de falsas promesas que bajo la luz de la luna se tiñe de un blanco lo suficientemente brillante como para cegarlos, poder alcanzar un cachito de sueño entre las manos y albergarlo bajo una colcha de anhelo, para que quizá, algún día, puedan dejar de cubrirse los ojos y su luz los guíe para volver sus sueños realidad.

Porque bien dicen que soñar no cuesta nada, y yo no tengo ni un centavo ahorrado en el banco…

Pero nada de esto me estaría pasando si yo tuviera alas para volar. Y quizá una cabeza menos grande ocupada en pensar.

Porque me la paso pensando, ¡cuando podría estar volando! Paso tanto tiempo mirando el suelo que se me olvida alzar el vuelo… ¡Dios, dame consuelo!

Déjame ser, Dios querido, un pájaro cantor. De esos que expresan sus penas con bella música que consuela.

Pues nada de esto me estaría pasando, si yo pudiera cantar… Dicen que la música alegra al mundo y da consuelo a los pesares que guardan al corazón y el alma. Me imagino cuánta alegría yo llevaría: ¡sería tanta que no cabría!

Volando por ríos, valles y montañas, cantaría ahora mismo mis hazañas… Por todas partes yo andaría y poco penaría. Porque nada de esto me estaría pasando, si desde el principio hubiera aceptado que al país de los sueños no entran más que los ciegos, que todavía no se han dado cuenta de que, para poder pagar la renta, hace falta más que belleza: un poco de inteligencia, de esa que usan las mentes que piensan, cuando deciden usar sus plumas como monedas de cambio, en lugar de en vestidos largos, para que cuando les crezcan de regreso, los animen a volar más alto, por Buenos Aires y el Mar del Plata, o por Japón y el Pacífico, pues el globo le queda chico, al batir de sus alas tan magníficas.

 

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