Efrén y la mosca

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La seguí sin saber que cambiaría. No dudé en hacerlo. Lo quería. Tenía tiempo pensándolo, madrugadas de insomnio que me persuadían. Su zumbido se presentaba en medio del silencio, incitándome a buscarla para matarla. Iba sin encontrarla, pero regresaba con una reflexión al respecto: tal vez, es momento de actuar.

Esa última vez, suspiré mirando el cielo negro con tono gris, al compás del descenso de su vuelo, me arrojé al piso desde mi balcón, con los ojos cerrados. Lo que he visto, muere conmigo. Necio, consideré que me acompañaría, bajaríamos juntos. Me equivoqué, la mosca no estaba. Se había ido. No fue hasta que perdí su zumbido que abrí los ojos. Sentía que mi cuerpo no era humano y que de los brazos se extendía un plumaje que no era de plumas, haciéndome volar. 

De eso se trataba, de volar, no para huir, sino para descubrirme. Primero tuve que caer. Ascendí, notando a lo lejos el ir y venir de los aviones, el trayecto de los perros, la enfermedad de los olvidados, los delirios de las sombras y la sobriedad de los lunáticos. Perplejo, en vista de mi ceguera, me cuestioné cuál era mi naturaleza. Ellos, los ajenos, encontraban su residencia en sí mismos. Yo, ¿en dónde?, ¿en la mugre?, ¿para qué me aventé, si ya era tarde?

Lo sabía, en medio de mi desesperación, me convencí de que seguía siendo el momento… con el conocimiento que no era más que una ilusión. Bajé para reconocerme. Un cuerpo olvidado encajaba en el bache de la orilla de la calle. No me asusté. No es malo morir, tampoco bueno, como todo, solamente se da. Ahí estaba yo, en vísperas de que me recogieran, hasta que me reconocí en el charco. Fue entonces cuando hice la paz con la mosca, era una.

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