El día de Milagros

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Milagros estaba completamente derrumbada, sobre su azotea, mirando a un cielo contaminado, carente de estrellas, hastiada de un día de esos en que parece que uno es esclavo de su propio tiempo; harta de su trabajo, de desmañanarse, de ayunar, de dormir poco, del tráfico sempiterno que la consume, pero el mayor de sus lastres era que esta rutina se repetía todos los días de toda su vida. No recordaba la última vez que había disfrutado de una pausa, de la desautomatización de una monotonía imperante sobre su vida. 

 

En todo esto se encontraba pensando, mientras a manera de sinfonía, en perfecto contraste con su reflexión, oía al unísono el ladrar de perros, el sonido producto del tambaleo de unas botellas de refresco cubriendo las afamadas varillas corrugadas que toda su colonia posee, patrullas merodeando las calles y discusiones conyugales. Y Milagros proseguía en su pensar:

 

Dicen que no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, dicen que llega un día en que una se cansa y yo añoro ese día. Lo espero con ansias. Yo sé que pronto me va a hallar ese día, estaré yo ya harta de todo, sé que será cuando ya no pueda más, pero un día vendrá y me sacará de aquí; me llevará al mar a sentir las olas, y entonces yo ya no querré volver, solo será mi pequeña Mitzi y yo. Y estaré atenta, seguiré labrando y aguantando tanto suplicio, para que cuando el día me encuentre agonizando, sepa que es el momento.

 

¡Sí! No perderé la esperanza en que el día me encontrará, hallará en mí una mujer hambrienta de lejanía, de tiempo y de cambio, una mujer merecedora de un mejor destino, o mínimo un rato libre, pero me hallará, porque también dicen que lo bueno se hace esperar, y sin importar el tiempo que tenga que esperar, los años que tenga que padecer, ni las enfermedades que tenga que afrontar, esperaré, esperaré paciente sin rezongar, sin importar absolutamente nada, yo esperaré. Porque sé que hay de dos: o me encuentra al fin el día o en el fin el día me encuentra.

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