Verano

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A un lado del camino, las vistas de un bosque de verano en el país del sol naciente; del otro lado, los sembradíos de arroz. Los únicos acompañantes a esa hora del día son el picor del sol, el calor que sofoca la respiración, el viento que no trae frescura, sino que quema aún más la piel. Desde la lejanía llega el eco de las campanas de viento que cuelgan de las cornisas y ventanas. Las gotas de sudor que resbalan en la frente y la espalda. Las sombras no existen, temerosas, se retraen en cualquier objeto, apenas y es notoria su presencia. Pasando por el sendero oculto que dirige al templo abandonado de la deidad local se asoma la cola de un zorro que rápidamente desaparece. El canto de los grillos invade los oídos hasta llegar al cerebro, nublando cualquier pensamiento. El olor del bosque tiene tintes verdes y amarillos.

 

Durante el festival de verano, cuando el santuario ostentaba su mayor esplendor, se podía sentir el espíritu del kami celebrando con todos, las mujeres con yukatas asemejando espíritus bondadosos, el olor del takoyaki recién hecho, la lluvia que no cae pero que no hace falta, el alivio de un kakigōri dulce. De la muchedumbre se separan dos jóvenes, tomados de la mano se adentraron en el bosque. Encontraron el rincón más oscuro, donde el silencio reinaba todo. Apenas y podían distinguirse el uno al otro, se miraron sin poder verse, hasta que los fuegos artificiales derramaron su luz entre la espesura de las hojas, ahogando con sonido aquel escondite que carecía de él. Los ojos de ambos se encontraron bajo el cielo que derramaba una lluvia de colores. El festival llegaba a su fin, al igual que la espera, durante esos momentos inundados por las lágrimas de las estrellas, se dieron un beso que duraría eternamente en la memoria de los espíritus.

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