Hogar de Flores

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Después de cuatro largos y tortuosos años pude purificar mi alma, y claro que me doy cuenta, no me sentía tan liviano desde que era un niño brincoteando por toda la casa de mi abuela Carmen. La recuerdo tan bien, siempre sentada en su banco amarillo y cubierta con su suéter a rayas, sólo ella sería tan valiente como para vestir esa combinación de naranja zanahoria con rosa mexicano. Siempre estaba tejiendo alguna prenda para nosotros sus nietos y ¡ah qué bonitas le quedaban! Fue entonces que de forma totalmente inesperada esos vibrantes colores se materializaron frente a mí: —¡Javi! —entonó con esa voz tan única como aquella mezcla de colores. Corrí hacia ella lleno de emoción y con los brazos abiertos de par en par.

—En mejor momento no pudiste llegar —me dijo mientras me abrazaba y besaba la frente— ¿Ves esas luces? Son las velas y flores de cempasúchil que alumbran y marcan nuestro camino de regreso.

—¿De regreso? No me diga que tengo que aventarme toda la travesía otra vez, abuelita. Al menos déjeme descansar tantito que no he parado ni a tomar aire.

Ella me miró con los ojos llenos de cariño y no pude evitar pensar en mis viejos que siempre fueron tan amorosos conmigo. —Ándele pues, tiene usted toda la razón, abue. Mejor momento no podría haber, estoy que me vuelvo a morir de ganas de probar los guisos de mi mamá una vez más. De pensar en esa rica cochinita que sólo ella sabe hacer me brincan los huesos de emoción.

Así pues, seguimos el camino de luces, que para nada era como aquel que recorrí para llegar. Mientras hacíamos nuestro peregrinaje pudimos platicar y ponernos al corriente de todos los chismes que nos sabíamos de ambos lados del velo. Y cuando ya habíamos cruzado no tardamos en dar con la casa de mis padres donde después de mover de lugar unas camisas de mi hermano para pegarle un sustito inocente, disfruté de la riquísima comida que con mucho esmero y cariño había dejado la familia en la ofrenda para nosotros.

El alma me brilló de orgullo y felicidad al ver colgadas en la pared de la sala la foto de graduación de Sofi, con su sonrisa resplandeciente de medialuna, la de la boda de mi primo Enrique, quien lucía tan galante en ese traje azul de terciopelo, y vaya sorpresa que me llevé al ver la del bebé de Renata (le sacó sus ojos almendrados).

Después de echarle tantito aceite a la puerta que no dejaba de rechinar, regresamos a la subterránea morada de nuestras almas, no sin antes lamer bien el plato para que no quedara nadita de sabor.

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