
Hubo un día en que, de las hojas caídas,
no había paso que acompañara
mi rota vista.
Y andando, descubrí que el asfalto
no es igual que el campo,
y que el campo
ya no sueña con el asfalto.
Nacido en la pureza,
regocijé la dicha y el placer:
holgué con el pecado,
traicioné lo inculcado,
y culpándome en el páramo,
renuncié a mi vida
para darle otra bienvenida.
Hice una obra para dedicártela,
me arriesgué contra el miedo
para mostrarte que los sueños
no están tan lejos de nuestro cerro.
Pedí dinero para cumplir tu deseo.
Viajé para mostrarte nuevos paisajes.
Me atreví a mostrarme,
soltando lo que hemos reprimido:
dulzura, ternura, compasión.
Nos mudamos para crecer,
para reconocer volvemos.
Un día estoy leyendo
y al siguiente escribiendo.
En el día desayuno con el abuelo,
en la noche estoy en su entierro.
Alguna mañana voy a correr,
alguna tarde puede dolerme.
Un día mamá cocina,
Isabela Ángulo da las noticias,
hago la tarea en la mesita,
y luego como lejos, solo.
Una noche papá se va de casa,
golpea la puerta y la cara
de quien más amo,
y en la tarde, como tonto, le perdono.
Una mañana, molesto a mi hermana,
luego la llevo a Naucalpan.
Me lleva mi abuela a los aerobics,
después la llevo al médico.
Hoy nadie cree en mí,
mañana todos dirán:
¡No sabía que se te da escribir!
Los tíos me darán dinero,
y seguiré siendo pequeño.
Y eso era la vida y nada más,
aquello que no miramos,
es lo que apreciamos,
porque ese cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul,
pero mientras estemos,
todo es bello.