R e l u c i r

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Dejé de sonreír, y no me di cuenta ni una vez; me levantaba viendo las mismas nubes y jamás noté que con el tiempo se ennegrecían, cambiaba tantas veces de calcetines que no pude sentir cómo mis pies ya no se calentaban. Recorrí la gran ciudad sin fin y pasé por alto el hecho de absorberme en la multitud, de desaparecer.

Dejé de sonreír y pensé que el mundo se había vuelto más gris, que la economía, la naturaleza y todos los problemas que uno ve aquí en la Tierra estaban pintando la niebla sobre mi cabeza. No encontré diferencia porque cada vez que yo volteaba a ver el rostro de alguien más, lucía el mismo ánimo que yo.

Dejé de sonreír, pero intuí que solo eran las arrugas de mi cara desapareciendo, una oportunidad de volver a crecer, y me dejé llevar por aquellos momentos en que se experimentaban las sensaciones de la juventud, la adrenalina, el amor, el valor de saber que no importaba el futuro sino la brisa que chocaba en mi rostro cada noche que sentí que ya no iba a amanecer.

Dejé de sonreír, y aunque las risas nunca me faltaron, tampoco las sentía dentro de mí, en mi estómago, solo estaban los dolores de siempre, los de la rabia, los de cada pensamiento que no pudo salir, los de cada recuerdo que salía por quinta vez a ver si reaccionaba de la misma manera y ya adentro, cuando la risa sobrepasaba el volumen lo que salían eran lágrimas.

Dejé de sonreír, y por las noches un vacío me hacía desvelarme y me obligaba a habitar los recuerdos. También lo sospeché cuando noté que las personas con las que sonreía seguían ahí. No fue a propósito, y no me di cuenta, porque el último día que recuerdo haber visto mi sonrisa, vi en el espejo un cuerpo y una vida que no me enorgullecían.

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