
Si quieres hacer algo, hazlo. No pidas permiso. Cuando los otros te digan que no se puede, hazlo. No pidas permiso para tener tiempo. Crea el tiempo tú. No pidas permiso para aprender a volar. Enséñales a tus alas cómo hacerlo. No le pidas permiso al mundo de cumplir tus sueños. Hazlo. Y, si no te deja, sé terco. Más terco que nadie.
La vida es más sencilla de lo que otros la quieren hacer ver. Aquellos dañados, desdichados, enojados (justamente) con la vida no quieren estar solos, quieren que otros se sientan como ellos. Si puedes, ayúdalos. Después, ve por aquello que alimenta tu corazón, tu alma y tu consciencia. Simplemente hazlo, aunque sea arduo, difícil, áspero e incómodo. Si no, ¿qué será de nosotros, pequeñas pero inmensas criaturas que habitan la tierra una sola vez? Dentro de ti hay una llama de fuego incandescente que dura cien años, más o menos, y es tu labor alimentarla. Hazla arder más que el fuego de cualquier incendio forestal; más que cualquier reactor nuclear que pueda existir en la tierra, e incluso más que el propio núcleo del sol. Esa llama que hay dentro de ti es tu corazón, y como el sol, un día ha de parar, y estallar. No dejes que lo haga antes de tiempo, ni antes de haberte convertido en aquello que deseas ser y que aún no existe.
Nacimos. Somos conscientes. No sabemos qué hay antes, ni qué hay después. Sólo queda aprender a vivir. Aferrarse a las ilusiones y a los sueños con garras, uñas y dientes, aunque eso nos mate. Después de todo, ¿qué es la vida sin un propósito?