
Tu lengua muerta vuela sobre la brisa fría,
residuo invernal que hace brillar los alveolos del cielo
y despierta a los insectos que marchaban sobre mis muslos.
Observo la piel del agua plegarse sobre mi boca.
La luna brumosa cae sobre los arrozales de primavera,
sobre los semilleros que protegen el temblor de las alondras.
Parece que naces de aquí,
del castigo, del accidente,
de la inexistencia de tus manos,
del dios de la más frágil montaña.
Las motacillas se arrojan de los acantilados
y ahora entiendo demasiado:
demasiado de los crepúsculos de la huida,
demasiado del despecho y de la ira,
demasiado de la resurrección de la tristeza.
La tierra gira, ciega, feroz, sobre la nada
y algo dentro de mí muere sin remedio.
Los narcisos desgarran mi piel,
me dan de beber de su palpitar astillado,
me dejan comer de sus ampollas de luz.
Ayer te amaba.
Hoy quiero arrancarme de la voz
el tabaco y los húmedos metales.
Hoy busco encontrar la justificación
del amanecer, desencajada de tu presencia.
Por eso te suplico, por eso te ruego,
que entiendas el abandono de tu silencio,
que me permitas olvidarme de tus rasguños,
de la eterna mentira de proximidad, de tu palabra carente.