
A él lo adoro y a él lo pienso.
A él lo sueño y a él lo invento.
¿Invento? No, yo sé que existe.
Yo sé que es real, nada de invento:
así de perfecto y así de correcto.
Pienso en él y veo su rostro.
Hermoso, radiante, tan frágil, brillante.
Me encantaría saber pintar,
y su rostro plasmar en una eternidad,
en una infinidad, en mi infinidad.
Pienso en él y quiero volar.
Alcanzar su vuelo que tan alto está.
Por lo pronto, a lo lejos le quiero gritar:
«Pinta mi vida.
Esclarece estas cuatro paredes con tu resplandor
que ya no aguanto tanta soledad».
Pienso en su ser lejano y es igual a la muerte.
Sí él partiera, tristemente… ¡No!
Me estremezco de pensar que él no estará
esperando en el borde para mi mano tomar.
En lo fría que sería la vida sin tenerle.
Sin quererle.
No, no lo podré soportar.
Su silencio me aterra y no sé qué decir
para coincidir en el ocre de esta tarde.
Su silencio me aterra, pues me hace pensar
que todo es un sueño y no hay despertar,
que solo en mis sueños a mí lado estará,
que solo en mis sueños a mí va a llegar.
No vueles muy alto.
Aquí voy a estar.
Si un día te marchas, te vuelvo a inventar,
te vuelvo a soñar, te vuelvo a crear,
te vuelvo a adorar, te vuelvo a amar.