
Su rostro de porcelana iluminaba la penumbra que yacía a nuestro alrededor. Su largo cabello áureo emanaba destellos de oro. Aquellos ojos marrones reflejaban una armonía que detenía el tiempo. La comisura de sus labios me sumía en un letargo. ¿Quién era aquella mujer?
El silbido del tren hizo que despertara. Tan solo era un sueño. «¿Tengo que volver a despertar?», me pregunté. Intenté volver a ese estado de ensoñación, pero fue imposible. Me di cuenta de que aquel mundo onírico que nos unió ya no existía. Lo que en un momento nos mantuvo vis a vis se había esfumado. Aquel estado había sido interrumpido por la realidad.
Miré por la ventana. Las estrellas atestiguaron aquel momento en que fui feliz; y mientras la luna bañaba aquel paisaje con sus rayos plateados, yo advertía que ese rostro de mujer solo era la combinación de todas aquellas a quienes me había entregado en el pasado, y que reflejaban lo que siempre había buscado: el amor.
Nunca más volví a soñar con ella.
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