
Son ellos los que no ven lo que tienen alrededor.
Son ellos los que aún no se han dado cuenta.
Los he observado caminar de un lado a otro
con la mente distraída y la mirada suelta.
Pareciera que deambularan
como las palomas que recogen las migas de pan
que he tirado al suelo.
Son ellos los que me han apuntado de loco.
Son ellos los que tienen miedo de saber
que yo no soy el que me equivoco.
Gracias, señor.
Se hacen llamar los cuerdos,
sin saber que las cuerdas matan lentamente.
Los he observado, cruzando de un lado a otro,
gritando, chocando,
revoloteando como las palomas de este parque.
Y yo, bendecido por poder verlo,
maldito por no poder enseñarlo.
Los ojos de Dios me llenan de cólera.
Después de un rato se levantó, guardó las monedas que le dieron en la única bolsa útil de aquel pantalón rasgado, y en su mano cargó una miga de pan; caminó por las calles, se le escuchaba hablar entre dientes y reía por momentos cuando las personas a su alrededor volvían en sí, para poder alejarse unos pasos de él. Llegó a un costado de la iglesia central y recargándose en la pared dejó vencer su cuerpo. Se cansó de no ser visto, y de que al mismo tiempo huyeran de él al notar sus pasos descalzos dirigirse a ellos.
Sus ojos vieron la cruz y el viento le arrebató las migas de sus manos ahora inertes.