
Aquella tarde me asusté mucho. Regresaba del juego de béisbol al que asisto todas las tardes de domingo, y una lluvia pertinaz nos empapó las pestañas. Mientras atravesaba el parque central para llegar a casa, percibí una sombra que me seguía. Era oscura, pero estaba atravesada por un halo de luz blanca que le daba un aire angelical.
Antes de doblar la esquina en la calle Colón, ya saliendo de los límites del parque, me escondí detrás de un contenedor de basura, aguardando el momento exacto en el que, según mis cálculos, la presencia debería transitar por allí. Fueron segundos de ansiedad para mí. Aguardar la llegada de alguien siempre crea una sensación de miedo a lo inesperado, a la sorpresa.
Me entretuve dibujando en mi libreta de mano pelotas, bates y guantes. Esa tarde habíamos ganado al equipo del barrio contiguo siete carreras a seis. Había sido un partido apretado, pero también bien ganado. De repente, un viento frío comenzó a soplar desprendiéndome de la cabeza mi gorra azul de los Yankees. Las manos me sudaban y mi corazón comenzaba a latir muy rápido y fuerte. Sentí las pisadas. En segundos, apareció el hombre del traje gris con bastón en mano; me pasó por a lado y, sin detenerse en percibir mi presencia, continuó su marcha triunfal.
Lo seguí sigilosamente durante diez cuadras, hasta que entró en una casa vieja y lúgubre.
Al siguiente día le comenté a mamá lo acontecido. Me dijo que aquel hombre delgado que siempre vestía un traje gris era mi abuelo, su padre, que tras haber perdido la razón, hacía el mismo recorrido todos los días de ida y vuelta, para visitar la tumba de su esposa que había fallecido en un accidente inexplicable.
Ahora yo escribo esta historia sobre alguien que no existía en mi vida, pero que tal vez me encuentre el próximo domingo tras terminar el partido.