
Te acercaste, con ternura y delicadeza, me acariciaste;
me miraste y con voz suave dijiste que retirarías mis espinas
para darme vida, para curarme.
Tenía miedo, demasiado miedo,
pero tu rostro hermoso y sereno me dijo que confiara,
que eras sincero.
¡Ay! Indefensa y enamorada,
enamorada de las hermosas palabras que tus labios expresaban.
Creí, claro que creí,
cuando el eco repetía una y otra vez que estarías conmigo
hasta que mi último aliento expirara;
qué me protegerías de los hongos y las plagas,
de las olas de calor, las sequías, las inundaciones y los frentes fríos.
¡Ay! Indefensa y enamorada,
creí en las palabras que con hechos no concretabas,
nunca hubo eternidad, ni protección cuando llegaron los hongos y las plagas.
A la primera ola de calor me dejaste abandonada,
y en tiempos de sequía, ni una gota de agua.
Pero cariño, yo estaba enamorada, y a pesar de ello,
creía en lo que una y otra vez repetía el eco.
En verano, en verano te fuiste,
y los cielos con torrentes de lágrimas me encharcaron en profundas penas,
penas que tocaron mis raíces, llevándolas de blancas a negras,
penas que día a día me hicieron perder mis hojas, colores y esencia.
La muerte, sin duda, estaba cerca,
y yo solo deliraba entre recuerdos, sueños y esperanzas.
Entonces…
vi sus manos blancas, sus rubios cabellos, sus ojos esmeraldas;
se acercó en silencio
y con sumo cuidado me arrancó de los inundados suelos.
Quedé estupefacta cuando con dulzura podó mis raíces enfermas
y me trasplantó en nuevas y hermosas tierras.
No prometió nada, pero sus actos decían más que las palabras.
Me pidió que a su lado me quedara,
pero yo era una rosa lastimada,
una rosa que, por volver a ver tu hermosa cara miró atrás,
y convertida en estatua de sal mantuvo la esperanza.