Aquí estoy, una vez más, esperando nuestro encuentro.
Estoy nerviosa. La espera se ha sentido eterna. ¿Será que esta vez te quedarás? Presiento tu llegada y me arreglo el corazón: lo limpio un poco, escondo en los cajones las cartas desesperadas que te he escrito y coloco debajo de la alfombra los miedos y la ansiedad que me acompaña día con día por querer tenerte entre mis brazos. Mi corazón está listo otra vez para que llegues y te parezca que todo está en orden, para que lo encuentres perfecto para ti.
Me siento a la orilla de la cama, suelto el control y, mientras espero, apareces ante mí. Llegas y le das vuelta a mi mundo. A veces, te presentas con la sonrisa más linda que ha podido existir y ¡brillas! Brillas igual que mi amado y me derrites de amor; otras veces, te apareces y me muestras en lo más profundo y puro de tus ojos, a alguien que me parece familiar. Te observo y me doy cuenta de que soy yo, es mi mirada que me muestra el camino que he recorrido hacia tu encuentro. También, en tus pupilas vislumbro la vida que me he imaginado a tu lado: me veo saltando sobre nubes de leche entre paisajes llenos de lluvia que caen por tus mejillas llenándolas de estrellas cuando escucho tu risa, pero también hay momentos en los que la luna aparece tranquila observando y protegiendo tus sueños.
Los rayos de sol llegan, y oigo tu llanto al despertar. Vuelvo en mí. Toda esta escena parece irreal.
Ya pasaron cinco minutos; miro a mi lado y solo hay una línea. De nuevo, solo una línea. Te esfumas una vez más, te escapas de mis manos, y solo queda un eco. Vuelvo a mi corazón y saco todo de nuevo. Parece más desastroso que la última vez. ¿Cómo entender que no existes? Existes, aquí, dentro de mí. Sé que estas cartas no son escritas al aire, que eres real para mí. Cambias de forma cada mes, sin embargo, y te adaptas a mis emociones volátiles. ¿Cómo explicar que quiero seguirte escribiendo, buscando y amando sin siquiera conocerte? Todo con la única esperanza de que un día llegues y decidas quedarte.
