Nunca había robado un beso. Fue la primera y la última vez que hice algo así.
Me fascinaba su cabello, su aroma, sus ojos, sus labios; su sonrisa me tentaba cada vez más. De repente, el sonido que había en la sala se apagó y quienes estaban a nuestro alrededor desaparecieron. Éramos solo él y yo. Por un instante mi mente quedó en blanco y me lancé hacia él. Sucedió, lo besé.
En segundos, todo volvió a su sitio. Los gritos de los demás se hicieron presentes y yo me hice consciente de lo que había hecho. Él me abrazó fuertemente y no me soltó. Yo solo pude ver su rostro, asombrado, sonrojado.
Al regresar a casa, ya no fue igual como todos los días. Al caminar, no sentía lo duro del concreto, sino más bien suavidad; sentía que en cualquier momento me alzaría del suelo como si fuese a volar. De repente, todo era más colorido, con mayor contraste. El ruido de los automóviles, las pláticas, la música, todo era suave y armonioso. El viento que hacía aquel día ya no era frío, era templado; el dolor de garganta que tenía era tan soportable, que por un momento lo olvidé. La piel se me erizaba, mi respirar lento y lleno de alegría, y sentía cosquillas en el estómago.
Me enamoré.
Horas más tarde, después de llegar a casa y terminar el trabajo pendiente, subí a la azotea: mi lugar favorito por la vista que hay del cielo y las estrellas. Recordé cada detalle de aquel momento. Salimos de la sala con las manos entrelazadas y en silencio; sonriendo a más no poder, dimos unos cuantos pasos. Nos detuvimos frente a frente para miramos fijamente. Nerviosos y algo torpes, nos abrazarnos y nos dimos unos cuantos besos más para despedirnos.
Era como un sueño.
Mientras la noche avanzaba, yo pensaba en qué vendría en los siguientes días a su lado. Los imaginaba. Sentía miedo también, pues dudaba de si podría hacerlo bien; si podría hacerlo feliz, si podríamos confiarnos nuestras vivencias, si yo llegaría a ser parte de su familia y amigos, o si sus defectos y los míos nos harían disgustarnos. Pensaba en aquello que podría suceder, que nos llevara a separarnos, o… a vivir juntos.
Fue el golpe de la realidad.
Éramos muy jóvenes para preocuparnos. Lo mejor en ese momento era disfrutarlo, vivirlo. No había lugar para la angustia.
Volví a pensar en él, en nuestras pocas palabras, besos y abrazos de ese día, sonreí y bajé para dormir. Me permití sentir y ser feliz, libre.