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No estoy enamorada. Una yegua no se enamora. Es sólo que hay momentos en que una voz que está muy dentro mío y que a veces circula entre los rincones de esta casa, entre la sangre de mi montura blanca, me dice que llame, que busque, que hostigue. Pero luego todo sigue igual, las mismas noches, las mismas batallas, las mismas rutinas, el mismo espejo que me devuelve la imagen de quien soy yo en concreto, de quien soy en la mitad de mi corazón de oro, ese que regaló, ese que no me dejó sacar más. O yo entre el maquillaje que pocas veces uso, para que no se vea el rostro de la enfermedad, el rostro del amor. No estoy enamorada no lo estoy, ya no me enamoro; una yegua no puede estarlo. Entonces pienso en mi amo, en mi señor. Elaboro mi rostro en el espejo, un rostro fiero, terso, de dientes alargados y amarillos. Pienso cuando como sin lograr saciarme; cuando pasan por esta cama y no se encuentran, y yo, y yo no. Luego pienso que quizás debiera tener la mitad de un corazón de oro para el reinicio, para intentar olvidar.

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