Fue en 1527 cuando conocí a Fátima, la bella marroquí fugitiva de su esclavitud en Santa Cruz de la Pequeña Mar; ella fue quien de Marruecos huyó a Andalucía y de ahí vino a morar a Castilla en la pequeña y humilde cabaña de piedras musgosas y maderas en donde la conocí.
Yo, Felipe, cazador inexperto, me adentré en el bosque a perseguir al ciervo y al perderlo de vista vagué durante minutos hasta que encontré una cabaña en medio de los árboles. Curioso, como siempre he sido, me adentré y visualicé un montón de paja, telas diversas, una mesita, canastas de frutos y bayas, y un cuchillo para destazar. De un momento a otro el cuchillo desapareció y sentí su filo a mis espaldas; cuando pude darme la vuelta, me topé con una mujer con una expresión temerosa. Expliqué mi situación y, nervioso, tuve que marcharme. Volví a casa pensando en lo riesgoso que fue adentrarme demasiado en el bosque, y en lo perdido que estuve al ver los ojos y sentir la profundidad de la voz de esa misteriosa mujer.
Tengo que admitir que no dejé de pensarla ni de sentir compasión por su situación, así que fui durante semanas y meses a visitarla, y a medida que compartíamos más tiempo juntos, más sabíamos el uno del otro. Ella supo sobre mi vida en Castilla, mi infancia, e incluso lo incompetente que soy como cazador. Yo supe de ella, en primer lugar, que hablaba español (cosa que me sorprendió), su huida de un lugar a otro, el motivo de su esclavitud, cosa que no voy a compartir puesto que Fátima me lo confió.
Admito que me enamoré y que todo el tiempo la anhelaba. Le pedí matrimonio y aunque sabía que era imposible, para mi sorpresa, Fátima aceptó gustosa; éramos un par de enamorados y nos volvimos más inseparables. De modo informal, a nuestra manera, contrajimos matrimonio en el bosque, no fue por la santa iglesia, pero Dios sabe que para nosotros fue de verdad y sabe que es amor.
Hoy, al ir a verla, me encontré con su morada totalmente destruida. Llegué tan rápido como pude a la plaza y escuché a la muchedumbre que gritaba: «Quemen a la bruja». Intenté salvarla, pero mi amada Fátima ya ardía en llamas con nuestro hijo adentro.
Fátima era una mujer que sufrió y amó, era mi esposa y ahora está muerta, ustedes y su ignorancia la han asesinado.
—Dios le perdone, Felipe. Dios así lo quiso y el Santo Oficio hace su voluntad, rezaremos por su alma. ¡Usted, carcelero, cierre la reja de este miserable, que la vida es peor castigo que la muerte!
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