Agua negra

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—Pon tu mano en la baraja —me dijo la mujer mientras la revolvía— y visualiza el camino al que nunca has querido ir. Cuando termines, será momento de que saques una carta.

 

Cerré los ojos y entregué la mano a las cartas. Comenzó el ensueño.

 

Sueño.

El camino es denso y oscuro

con espesura de hojas.

De súbito, la lluvia.

Sus gotas se derrumban y suenan,

Cada una, sobre las hojas,

transforma el ruido minúsculo

en inevitable clamor de multitud.

 

Correr hacia el final del camino 

es encontrarse con la casa silenciosa,

dorada

iluminada

amplia y dormida;

pero, en el interior, despierta.

 

Mientras la lluvia crece,

miro que la casa se acerca y,

tras abrir la puerta,

entro.

Con cerrarla

el ruido del agua desaparece

como tragado por la oquedad antigua del interior.

 

Adentro, el sonido mudo de algo que ya está lejos.

Mi cuerpo gotea sobre la alfombra

y luces ambarinas iluminan los cuartos

por los que vuelan, presurosos

ojos con alas de negras polillas.

 

El fuego

la chimenea

la fogata y el hogar.

En el centro,

el retrato oval de una dama

que antes de ser mujer

había perdido en el bosque

algo que no se puede decir ni olvidar.

 

Ella me observa con pelo sombrío

y carece de dientes por vivir la vida que tuvo.

Pero en el retrato

—que es espejo—

ella se multiplica y soy yo

y me observo en el silencio de la casa

contemplando en las mujeres fractales

las estampas de una vida irresoluta

que nos fue arrebatada desde muy pronto.

 

Allá afuera, en el jardín,

hay alguien más

y su presencia inquietante

circunda el estanque donde los crustáceos duermen

mientras, a lo lejos,

en el pozo silente,

los perros lloran por haber perdido a la luna.

 

Al salir, la lluvia ya se ha ido

y el pozo,

guardado por el anillo de las hadas,

espera el descenso hacia el umbral de lo remoto,

de lo hundido y lo desconocido.

 

Con la mirada

yo bajo

y miro, absorta, 

recovecos de agua entre las piedras

las algas en los muros

los helechos y caracoles

los peces ciegos, sordos y mudos

un agua negra que refleja al cielo nocturno.

 

La luna

—que estaba perdida—

pesa sobre mi sangre

cuando el intruso entra tras de mí

y cierra el pozo,

atrapándonos en la oscuridad para siempre.

 

Sangre de luna y pozo con sangre

un espejo roto que me muestra la mirada marchita

el cabello ensombrecido

los ojos rojos

y alguien más conmigo

—allá adentro—

que no soy yo.

 

Con el aliento desgarrado y lágrimas surcando mis mejillas, desperté con una carta en la mano mientras la mujer del retrato decía:

 

—Arcano mayor dieciocho —repitió tantas veces como la vi multiplicarse infinitamente ante mí con su sonrisa desdentada—: la Luna.

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