Sin regreso

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¿Tomarías un boleto de viaje sin destino y sin retorno? Esa fue su pregunta. Su voz sonaba tan ingenua, casi como si fuera una más de sus ocurrencias instantáneas. Sólo volteé a verle y nos sonreímos.

Esa tarde, el sol nos abrazaba con sus rayos de luz de invierno, las sombras de los rascacielos aledaños se quedaban pequeñas junto a los sueños del porvenir. Las palabras, que escuché como irrelevantes, comenzaron a producir un eco dentro de mi cabeza: ¿quién se atrevería a empacar su vida sin saber el destino? Sin embargo, su pregunta, tal vez, fue un preludio, tal como el anochecer lo es del amanecer.

Sin darme cuenta, ya habían pasado un par de años, casi el mismo tiempo sin tener un punto fijo. Mi vida se había convertido en un vaivén no sólo de lugares, sino también de emociones. Y sin saber cuándo ni dónde, había tomado ese (este) viaje que creí tan absurdo, en el cual no hay boleto de regreso.

Hoy, a diferencia de aquella tarde soleada, pienso que todos, en algún momento de nuestra vida, hacemos este viaje. Es justo ahí donde descubrimos cosas que aseguramos conocer.  Basta ver el reflejo del agua para querer saber quién es esa persona que se dibuja en ella, qué es lo que le gusta, qué es lo que desea. Las preguntas no cesan, se desbordan como intentando encontrar respuestas en nuestro centro.

Así comienza el viaje en el que, si el destino es ninguno, ya es alguno. Ese (este) viaje es metamorfosis y en la maleta sólo van tus emociones.

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