Luego las gotas de lluvia se debilitaron y se decidió a dejar su lugar bajo esta construcción y correr hacia la estación del metro que se encontraba a menos de medio kilómetro; atravesó primero la multitud sintiéndose completamente ajeno. Un poco de agua se adhirió a su cabello y otro poco había penetrado en sus botines. Dentro del tren, de camino a casa, la vida continuaba: había entrado a la estación cuando la luz del sol, velada por las nubes, era todavía apreciable y, para cuando había salido a la superficie, la luz pálida ya se escondía entre montañas y alumbraba otra parte del mundo…
La vida continuaba camino a casa. La vida continuaba, estas palabras resonaban dentro de él, más allá de sus pensamientos, resonaban dentro de él de arriba para abajo, o del corazón que latía hacia las extremidades, porque vio a una anciana vendiendo ramos de gardenias en la escalinata del metro, a una anciana que ofrecía ramitos de flores en los escalones y no había podido dejar de pensar en una anciana a quien había frecuentado en años pasados. Una vieja mujer que vendía comida a precios muy bajos y siempre amable, siempre junto a su hermana, vieja como era, tomando pastillas y agradeciendo cada minuto de plática, cada mínimo interés mostrado hacia ella, así parecía haber pensado, una figura ya deshecha por los días y que, como un bastón, solo era capaz de mantenerse en pie descansando en ellos, en los días que la habían consumido y que hasta ahora resonaban dentro. Esta vendedora de flores en las escalinatas del metro le recordó que una anciana que vendía comidas a estudiantes, en una colonia de estudiantes, había fallecido hacía un par de meses. La vida continuaba en otras personas sobre escalinatas con flores entre los brazos.
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