
Marcha con firmeza. No retrocede por el mendigo, pues sus oídos están sellados. Así se sueña algunos días, mientras toma la siesta. Su corazón lucha contra la maldad que, ella cree, el mundo le ha contagiado. Pero el egoísmo que refleja el recurrente sueño ya lo escupía al líquido amniótico.
Cuando son las cinco, toma la frazada. A las cinco tres ya está echada en el sillón. El periodo más extenso previo a la duración del sueño es la espera de veinte minutos que necesita para adormilarse. A los diez minutos que se empeñan en convencerla de no tomar la siesta, los mata platicándose el día. Le siguen siete minutos de energía huérfana de lógica, que ablanda acariciándoles el lomo. Luego de tanto obstáculo comienza a quedar presa de los oniros.
Ella no siempre es ella. Algunas veces, al trotar entre sueños, visualiza densos pensamientos que cualquiera pretendería expulsar. Pero cuando lo terrible la seduce se aleja de la persona y se vuelve cosa. Otras veces, ninfas la hechizan y cuando se mira, observa su pelvis desnuda con sexo macho. En otras ocasiones eso no ocurre y se siente asexuada. A veces, en contadas siestas, nace hermafrodita.
Le gusta la siesta. La paladea al yacer muerta para la periferia, porque al estar despierta se resigna a ensoñar los caminos donde andan faunos profetas. No es sólo ella la que se desvive por llegar a la quincena. Porque en el mundo donde las ninfas salen de shopping y los oniros no se pueden ver, ella existe diecisiete horas junto a los que, teniendo infinidad de caminos, prefieren el que les dijeron era el correcto.
Ella lo intentó. Tomó un camino diferente y los guardianes la condenaron. Ella caminó y se cayó. Cuando pudo entenderse en una pequeñita vereda que algunos pasos desgastaron (aunque no los suficientes para decir que alguien existió ahí), se apagó y regresó. Ahora persiste. Pero no es seguro que lo hiciera en dos soles sin las siestas que le exteriorizan los caminos que otros dejaron desvalidos, al no arriesgar el pellejo por morar en ellos.
En un mundo sin siestas, la mujer no entregaría comida italiana con tres minutos de retraso. En un lugar donde el averno no hubiera ultrajado la tierra, las siestas no serían huida porque no existiría el parpadeo que funge de barrera de cartón y que promete escapar de la distopía aunque después se descuartice con una lágrima.
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